jueves, 22 de agosto de 2013

El terror de la delincuencia

10:40 p.m. Sorpresivamente, me despierto de mi acostumbrado sueño de carretera. Enmudecidos y angustiados empiezan unos de los minutos más desesperantes de mi vida. Llevamos tres horas de viaje, ansiosa de llegar a nuestro destino. Apretujados y con maletas por doquier, en un abrir y cerrar de ojos, el carro se tambalea de un lado al otro. Sin parar. Mi hermano, demostrando su destreza, focaliza sus fuerzas, energías y oraciones en el volante, para controlarlo. Callamos. No hay palabras. Todos miramos al frente y compartimos los mismos pensamientos. El carro inestable continúa rodando, a punto de perder el control, en el canal rápido de la Autopista Regional del Centro. A la velocidad que marca el canal izquierdo de la autopista venimos -como es costumbre- de Barquisimeto a Caracas. Es un lunes por la noche, cuando viajan gandolas y camiones de carga pesada a toda velocidad. Empezamos a transitar el puente que conduce al túnel La Cabrera. El mismo de las colas incesantes, abriendo camino al estado Aragua. A la buena de Dios, mi hermano, cambia de canal, casi sin poder mirar por los retrovisores. Trata de dominar el carro. Es inevitable pensar, que en cualquier momento nos voltearemos, sin poder predecir el desenlace. En esos momentos en los que ni hay tiempo para cerrar los ojos. Como puedo, me amarro a la ventana en el puesto de atrás, rezando para que no nos pase nada. Dos sonidos retumban. No da chance de divisar a qué se deben. La velocidad disminuye, cambiamos al canal de servicio, el carro se estabiliza y podemos rodar unos pocos metros más. Hay un silencio y un suspiro colectivo. Como de esos cuando te salvas la vida. Nos detenemos. Y salta un pensamiento unísono: ¡Qué susto tan grande! Gracias a Dios estamos bien. Nos miramos, preguntamos qué pasó. Nos sabemos responder qué ocurrió en esos pequeños segundos que parecieron largas horas. Mi hermano se baja, rodea el carro, chequea qué ocurrió. Se lleva las manos en la cabeza, con gestos de impaciencia. Callamos. Lo miramos por el vidrio, mientras especulamos. Entre preocupación y angustia él cuenta que los dos cauchos del lado derecho explotaron. De inmediato, llamamos al 911, pedimos una grúa. Urgente, estamos en la carretera y no hay seguridad. Los camiones marchan a toda velocidad y a la orilla de la carretera sobresale la paja que no deja nada qué divisar. Juntos reconstruimos lo que cada uno vio, agradecemos que solo fue un susto. No podemos rodar, pero estamos contentos por tener vida. Como consuelo, pensamos que lo material se repara. En esto, no llegan a pasar 3 minutos, cuando intempestivamente, de manera violenta, abren la puerta del copiloto. Son dos hombres. Hay un silencio más profundo y aterrador. No hay que contarlo. Empieza la historia común que ya conocemos por cuentos, literalmente, de carretera. Dos tipos, jóvenes, vestidos de negro, armados. Comienzan las órdenes de la delincuencia. Rápidas y agitadas. Dame todo lo que tienen. Dame el celular. Tú, chamo, bájate o te quiebro. Te dije que me dieras el celular. Pásame los otros celulares. Dame la laptop, el oro, todo lo que tienes. Un mandato atropella al otro. Temblamos, callamos y obedecemos. Mi hermano se baja, empezamos a temblar. La angustia nos ahoga, no podemos ver qué pasa con nuestro conductor. Mientras tanto, el tipo me dice que nos bajemos, también, nosotras. Le explicamos que el carro, atrás, no tiene puerta y que no podemos obedecerle. Le pasamos la bolsa con las cobijas con las que compartimos el asiento. El paragua que es el primero que sale de mi cartera, al registrar nerviosamente. Mi hermana pasa su celular. Logro sacar mi monedero de la cartera, y se la tiro sin que me dé tiempo de esconder mi teléfono, en descanso y sin batería. Bajo el cañón, mueven a la señora que va de copiloto. Le gritan, le ordenan y le quitan el anillo de oro que la acompañó por 39 años. Dentro del carro, nos piden oro, más oro. Mis perlitas -que siempre lucen hermosas- son mis únicas joyas. La verdad, me encantan y siempre las cargo. Son blancas y las compré a la salida del metro, por 20 bolos. Se las pasó, y le digo que es lo único que tengo. Los nervios aumentan. Nos sabemos que ocurre afuera. Lanzan todas las cosas maletas que llevábamos apretujadas a la orilla de la carretera. Como un milagro, en este país en descomposición, aparecen casi unos ángeles. Llegaron a salvarnos. Tres policías empiezan a hacer tiros. Nos agachamos con los ojos cerrados dentro del carro. Nos sabemos qué es lo que pasa. La señora de copiloto, de inmediato, corre y se sienta en su puesto. Empezamos a contarnos. Casi lloro. No sé dónde está mi hermano. Imagino que en el suelo. Él se arrastra en rodillas. Se refugia en la puerta derecha. Asustados. Entendemos que se están cayendo a plomo. Los tipos huyen y los tiros, desde el monte, no cesan. En instantes concluyen los disparos y un policía agitado le pide a mi hermano que mueva el carro rápido, que ruede, por nuestra seguridad. A ellos se le han acabado las balas y los tipos pueden volver. El carro no se mueve, estamos sin cauchos. Poco a poco todo se calma. Tiemblo sin parar y lloro del susto. Los policías piden refuerzo y llega una patrulla de respaldo. Nos interrogan. Preguntan por nuestras cosas. Mi hermano se da cuenta que dejaron las maletas en el hombrillo. Ni recuerdo cómo, las maletas vuelven a nosotras. Poco a poco nos reacomodamos. Revisamos, y como otro milagro más, todo está en su lugar. No lograron despojarnos de lo que llevábamos. Contamos, bolsos, celulares, cobijas. Solo falta el anillo de la mujer, quien estaba en la víspera de sus 70 años. Gracias, Dios. Nos has salvado. Los de seguridad nos preguntan por los tipos. Interrogantes incesantes. Nos dicen que si los encuentran, los matan. Están felices de haber protagonizado aquel rescate que tanto persiguen, ante el azote nocturno de esa carretera tenebrosa. Es insólito que hayamos sobrevivido de aquella piedra en el camino, de los vándalos, y que contemos el milagro de los policías que nos salvaron la vida. En este país, en el que le tenemos más miedo a un uniforme que a los extraños. Es un milagro. Es un milagro, sigo pensando tres días después de aquella noche en la que conocí el terror de la delincuencia.